Habitualmente nos acercamos a los espejos materiales para observar la imagen que nos devuelven de nosotros mismos –si nuestras expresiones son gratas u hostiles, si nos favorecen o si nos parecen desfavorables, si muestran nuestro malestar o nuestro bienestar.
Miramos superficialmente el rostro o el aspecto que proyectamos en cada momento. Sin embargo, nuestro propósito inconsciente es observar la apariencia que mostramos a los demás; buscamos que el retrato que exhibimos coincida con lo que ven otros para que nos acepten por lo que ellos perciben desde propia posición, y para que no haya incongruencias.
En esa obsesiva tarea de impresionar a los demás utilizando las tretas del maquillaje que nos ponemos, y los gestos afables que los persuadan de nuestra pretendida bondad, olvidamos nuestro auténtico retrato -lo que somos- y evadimos nuestro aprendizaje a través del autoconocimiento y la autoestima -cualidades que tienen sus raíces en la modestia y en la sinceridad-.
No logramos conocernos a nosotros mismos porque eludimos esa responsabilidad vital de auto observarnos en nuestras acciones y en nuestras relaciones, lo que necesariamente nos podría llevar a una comprensión inteligente y luego a la acción de cambio dirigida por nuestra voluntad.
Sabemos que no realizamos el comportamiento adecuado cuando nos sentimos inconformes con nosotros mismos: nos falta la paz y no fluimos armoniosamente con las personas contra quienes utilizamos nuestras estrategias de defensa. Todo ataque que hacemos contra otros es una manifestación de nuestra propia vulnerabilidad y confusión.
La atención en la interrelación nos permite conocernos si estamos en la disposición dinámica de cambiar. Cambiar es aprender. Aprender es resolver. Nos negamos a aprender cuando nuestras reacciones se vuelven rutinarias. Si asumimos que el sistema de viejas creencias y tradiciones que adoptamos es un firme punto de apoyo, estamos desdeñando nuestra capacidad de aprender y la tendencia de la vida a establecer continuas transformaciones en su sabia corriente evolutiva.
Juzgamos a los demás según lo que somos. Las limitaciones que no hemos resuelto, las vemos agrandadas en otros, como una forma de evadir nuestro reconocimiento personal –que es un instrumento para conocerlos a ellos porque los mismos valores básicos rigen nuestras relaciones –respeto, tolerancia, comprensión, servicio, integración…-.
Nos vemos en el espejo de los demás. Y ellos se ven a sí mismos según lo que perciben de nosotros. Los temores y las creencias rígidas nos predisponen a lo que vamos a encontrar. La visión desde una condición de paz y de aceptación nos permite escapar a la cadena de los juicios –porque cada evaluación que hacemos nos deja atrapados en la ilusión que representa y sólo podemos escapar de la trampa una vez que decidimos deshacer el juicio que formamos en nuestra mente-.
Todo juicio es una elección que hacemos. Y al elegir una parte desechamos las otras que componen el conjunto. Y como todo juicio es una percepción temporal, nuestra decisión de opinar sobre alguna persona o algún evento nos ata al momento en que lanzamos nuestra sentencia. Mientras la vida sigue su incontenible secuencia de cambios y va modificando sustancialmente los atributos de las personas y de los eventos.
Cambia el caminante y cambia el camino porque somos transeúntes efímeros de la vida. Cada uno es lo que es y actúa según su personalidad y sus posibilidades. Aceptar a las personas como son es un acto de justicia y de reconocimiento a su libertad, que atrae un comportamiento semejante a medida que el tiempo transcurre.
Toda justificación que hacemos es una defensa de nuestros actos y una negativa a modificar los juicios o la discriminación que ejercemos contra otros.
Recordemos que la acción de las partes modifica el todo. La paz se expande a partir del entendimiento de lo que somos y de la comprensión de la vulnerabilidad que podemos experimentar si actuamos como seres humanos aislados y conflictivos.
Hugo Betancur -Colombia