Transcribo a continuación un artículo de Cergio Prudencio
titulado Poética del Teleférico, publicado la anterior semana en un periódico
local y que por su calidad, me gustó mucho:
La Paz es una ciudad para mirar, seductora por donde se la
mire. A lo lejos, de arriba o de abajo, entre la niebla, de noche, al amanecer,
en sol de invierno, en tormenta, al abrazo de la cordillera, y hasta en
ausencia. La miramos.
Ciudad de miradores establecidos por la geografía y –sobre
todo- por la persistencia humana de contemplar sus profundidades, sus alturas,
sus insinuaciones, sus luces, su violencia, sus enigmas y significados. Subimos
a los cerros, buscamos una cima, seguimos curso aguas abajo, para mirar y mirar
la ciudad engendrada en el seno insólito de su matriz telúrica.
Por eso la arquitectura de La Paz se yergue siempre sobre
dos anhelos: el rayo solar y la vista. Calor y contemplación, necesidades
irrenunciables para el habitante de estos laberintos entretejidos. Lo mismo la
ventanita tímida de la ladera que los ventanales ostentosos de la urbanización
se han abierto por el apremio de mirar, ya sea la ladera opuesta, el nevado
tutelar o el bosquecillo, el tránsito irrefrenable o la salida de la luna.
Imágenes en imágenes, inagotables en las mutaciones del tiempo, desde el minuto
hasta los siglos.
El arte no se ha cansado de mirar la ciudad, de atraparla
en sus gestos más intrínsecos y en sus emociones más subjetivas. Poetas y
errantes de la palabra, del color y del sonido, deslumbrados por alucinadas
escenas han militado el sueño de redescubrir la ciudad desde renovadas
perspectivas. Siempre me pregunté desde qué ángulo impensable pudo haber mirado
Arturo Borda su Illimani más famoso para pintarlo con certidumbre fotográfica..
La exacerbación de mirar debe haberlo llevado hacia un mirador excepcional,
interior tal vez.
De ese impulso ancestral llega en verdad el teleférico. Es
su apoteosis, como si de pronto todos los miradores Killi-Killi, Jacha Kollo, El
Calvario, Pampajasi, Laikakota, Auquisamaña, El Montículo… se desprendieran de
sí mismosy se dieran a flotar sobre la urbe acarreando a sus incrédulas gentes
hacia la revelación de insospechadas calles, de horizontes imposibles y de
fascinantes visiones. Es la consagración idílica de transitar La Paz por sus
cielos. Es el sueño –no importa si por diez minutos- de ser inmunes a la
gravedad magnética del monstruo devorador. Es jugar a superiores ante la
superioridad de la montaña. Es expandir la hoyada a dimensión esférica. Es tocar
el sol. Es sobrevolar (con desplante) los tiempos sobrepuestos del Chuquiawu
Marka: los de octubre, los de las barricadas de Todos Santos, los del
Sudamericano del 63, los de la rebelión de la Villa Victoria, los de las
despedidas a la tropa del Chaco, los del tranvía, los del cerco del siglo XVIII,
los de la fundación sobre lo ya fundado, los del cataclismo geológico.
El teleférico nos lanza a este espacio vertiginoso
y –además- a historias inherentes acumuladas. Explosivamente multiplica las
imágenes de La Paz, rebelando unas novísimas y repasando a su vez las del
antaño. Más aún, le pone alas al temperamento paceño (tan anclado en tierra)
revolviendo en su psicología indescifrable, y en las honduras de su imaginario.
Ahora sí que haremos otras fiestas, nuevas entradas y procesiones; que cosas no
inventaremos. Y solo por mirar lo no mirado nos miraremos distinto. Por ahí,
hasta bien otra clase nos volvemos…
JEAC.
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