Cada año se nos ofrece la oportunidad de vivir el desafío de la
cruz. Jesús muere en la cruz rechazado por los jefes del pueblo, ejecutado por
orden del procurador romano, como un sedicioso, sin muerte de profeta, con todos
los signos externos tradicionales del rechazado de los hombres y del mismo Dios.
Para sus enemigos, ésta fue la suprema confirmación de que no era el Mesías
verdadero, sino un impostor. Para sus propios discípulos, supuso la gran crisis
de su fe. La expresa muy bien el relato de los dos de Emaús: “nosotros
esperábamos que él iba a ser el libertador de Israel, pero ya van dos días que
murió …”
Y es así, en efecto, con la muerte de Jesús en la cruz muere
todo mesianismo davídico triunfante. Tenían razón los sacerdotes: no era éste el
que esperábamos. Pero no tenían razón, pues éste era el que debían esperar. Por
esta razón tantos textos de la resurrección insisten en que Jesús les hace
entender las Escrituras, les enseña a leerlas, les abre la mente para
comprender. Eso es lo que debemos esperar del Viernes Santo: que nos abra la
mente para entender y aceptar a Jesús y al Dios de Jesús.
Ante el Jesús de Getsemaní y de la cruz, que clama a su Padre
desde un profundo desamparo interior, y es denostado por sus enemigos que le
retan a que baje de la cruz, muere definitivamente la imagen de Jesús falso
hombre, deidad disfrazada de humanidad, dotada de especiales poderes que utiliza
cuando le viene bien. Jesús muere porque ha resultado peligroso para los poderes
religiosos que manejan a su vez a los poderes políticos. Los motivos de su
muerte son bien humanos: su delito han sido sus curaciones y sus parábolas. Pero
los sacerdotes han entendido muy bien, quizá fueron los que mejor entendieron a
Jesús: si lo de Jesús triunfa, se acabó su poder, su templo, su status. Jesús se
enfrentó a todo eso y fue crucificado porque ellos eran más poderosos. Así, sin
más. La humanidad de Jesús resplandece en la Pasión de manera singular.
Pero con esa muerte murieron también para siempre los
sacerdotes, los ritos del Templo, la religión/poder, la opresión religiosa del
pueblo por sus jefes, la teología para sabios iniciados, la santidad reservada a
los puros, la ley como ocasión de condena, el servicio a Dios bajo temor … todo
eso murió. Los que creyeron en Jesús se libraron de todo eso. También a ellos
intentaron matarlos, aunque tuvieron que contentarse con expulsarlos de la
Sinagoga. Y para nosotros, los que dos mil años más tarde seguimos a Jesús,
todas esas cosas han muerto también.
Jesús muere por los pecados, a causa de los pecados. Lo llevan
a la muerte la desdeñosa pureza legal de los fariseos, la dogmática engreída de
los escribas, la conveniencia política y económica de los sacerdotes, la razón
de estado, el desinterés por la justicia de los gobernantes, la indiferencia del
pueblo que aspira sólo a un mecías guerrillero, la cobardía de sus seguidores.
Por todos esos pecados muere Jesús. Es decir, por la soberbia, la envidia, la
venganza, la comodidad, la cobardía … los mismo pecados que hay en cada uno de
nosotros, los que pueden causar nuestra muerte como personas y la de la
humanidad como tal. Por eso, una lectura teológica de la muerte de Jesús
entiende ante todo que el pecado es más poderoso que el inocente, que el mal
prevalece sobre el bien. Pero no es verdad. En los que siguen a Jesús se muestra
que el pecado puede ser vencido, pero desde dentro, desde la conversión, desde
el seguimiento. En ellos queda claro que Jesús puede quitar el pecado, que es
verdaderamente el Libertador.
Jesús crucificado muestra qué es el triunfo: llegar hasta el
final, realizar su labor por encima de todo miedo y conveniencia, entregarse a
la gente pese a quien pese, y cueste lo que cueste. Jesús crucificado muestra
que es más que un hombre normal: es el hombre lleno del Espíritu, y es el
Espíritu el que le hace capaz de ir hasta el final. Jesús pudo evitar su muerte.
Simplemente, con no subir a Jerusalén a celebrar la Pascua. Simplemente con no
pernoctar aquella noche en Getsemaní. Jesús pudo perderse en los desiertos del
este y buscarse la vida en Petra o en la corte de Persia; facultades tenía de
sobra para ello. Fue a la muerte porque aceptó dar la vida, anunciar el mensaje
en el mismo Templo de Jerusalén. Jesús se entregó libremente , y una vez
detenido y atado, ya no pudo escapar. Por eso, los jefes judíos se sintieron
confirmados en que no era el Mesías. Por eso, sus discípulos estuvieron a punto
de no creer en él. Y por eso, precisamente por eso, porque pudo escaparse y no
lo hizo y porque cuando lo ataron ya no pudo escapar, por eso precisamente
creemos nosotros en Él, en el Hombre lleno del Espíritu.
En este crucificado descubrimos nosotros cómo es Dios. Por
Jesús crucificado conocemos a su Padre, por Jesús crucificado podemos llamar a
Dios Padre. Seguimos sintiendo la tentación de exigir al Todopoderoso un milagro
en favor de su hijo. Seguimos añorando a los dioses impasibles milagreros.
Seguimos deseando que a los santos todo les vaya bien y no tengan por qué
sufrir. En resumen, seguimos pensando que la religión es una excepción de la
vida, un continuo milagro, una magia aparte de lo cotidiano. Y Jesús crucificado
nos muestra a la religión como la fuerza para asumir la vida hasta el final,
como entrega al Reino con todas sus consecuencias.
Ante todo esto, ¡que ridícula queda aquella teología que
entiende la cruz como el sacrificio sangriento con el cual Jesús paga por
nosotros la deuda del pecado para que el Padre nos perdone! Es como si Jesús
fuera el bueno, capaz de aplacar con su sangre al Juez hasta entonces
implacable. Pero nosotros sabemos que Jesús es así porque está lleno del
Espíritu, es decir “porque se parece a su Padre”, porque es el Hijo. En la cruz
conocemos al Padre. En la cruz conocemos el amor, y su verdadera naturaleza: más
que un sentimiento, una capacidad de entrega hasta la muerte. Y en ese amor de
Jesús reconocemos que es el Hijo, en el corazón de Jesús reconocemos el corazón
del Padre. Y es por todo esto por lo que en la pasión y muerte de Jesús
resplandece no sólo la humanidad sino la divinidad. Nos han malacostumbrado a
entender que Dios resplandece en relámpagos luminosos y esplendores rituales.
No, Dios resplandece en el corazón de ese hombre, en su impecable veracidad, en
su inagotable capacidad de con-padecer, en su valor, en su consecuencia hasta el
final. La divinidad no es un añadido que anula a la humanidad, sino la fuerza
del Viento de Dios que potencia a la humanidad hasta límites insospechables.
Tomado de la web.
Publicado por JEAC.