No hay nada más coherente y
dignificante
que pensar, decir y hacer lo mismo. Para mucha gente esto es un
imposible fuera de todo lugar. Acostumbrados a decir cosas bonitas y a hacerlas
al contrario, a convencer por una parte y hacer lo que quieren por otra, a
sostener una premisa como irrefutable y reírse de ella nada más que se vuelven
de espalda. Y es que el refrán castellano “ Del dicho al hecho hay un trecho”
tiene sus defensores entre los que tienen en su cabeza una separación, que han
normalizado, en la cual decir algo no implica cumplirlo.
Antes la palabra era
ley. No había mayor pacto entre caballeros que la palabra dada. Por la palabra
se llegaba tan lejos como a la muerte. Era un sello real donde, de forma
invisible, el compromiso era inamovible.
Estamos en el mundo del “todo vale”,
de “tú convence y vence, como sea”, de “vende bien y no importa qué”.
Por eso
es tan fácil cruzar líneas cuyo límite natural no ha de explicarse siquiera, pero
no las hay y si las trazamos son tan débiles que podemos cambiarlas a nuestro
antojo.
Aunque parezca que todo esto va en nuestro favor, no es así. Cada
acción tiene su consecuencia. Cada paso, su avance o su retroceso; cada
elección, su factura.
Y el caso es que nos gusta la gente “formal”, aquella
en la que se puede confiar, laque tiene una nobleza de sentimientos y acciones
que le definen, con la que podemos contar sin miedo a sentirnos traicionados a
la vuelta de la esquina.
Es difícil reconocerse a uno mismo, pero la vida
siempre nos pone espejos que nos reflejan cómo somos y, creyendo bondades de
otros, recibimos el mismo daño que hemos hecho.
Es una ley que no falla.
Nunca.
Tomado de: Mirar lo que no se ve.
Publicado por JEAC.