Tengo el agrado de transcribir un artículo publicado el Domingo
21 de Abril en el suplemento Ramona del periódico Opinión de Cochabamba, sobre
el recital brindado por Silvio Rodríguez en la ciudad de Santa Cruz. Lo doy a
conocer pues lo considero como un artículo “distinto” al que nos tienen
acostumbrados los “entendidos culturales” de las páginas de los periódicos
locales quienes solamente hacen una relación de los hechos sin entrar en cosas
más importantes como las reflejadas en estas líneas.
Supongo que todos los que aquella noche vibramos con la
infinita guitarra de Silvio, todos los que lloramos en el fondo del alma al oír
la voz tan querida, aquella voz ya madura, y sin embargo tan frágil como
poderosa a la vez, la voz del pajarillo… supongo que todos nosotros, toda la
muchedumbre que aquella noche elevamos incansablemente nuestro coro hacia la
bóveda del cielo, guardamos una íntima y secreta relación con el trovador
cubano, una fibra emotiva que habla de la historia de cada uno. Recuerdo que mi
primer encuentro con la música de Silvio, cuando no tendría más de quince años,
fue con el hallazgo azaroso de una canción (“Canción urgente para Nicaragua”) al
estar pasando yo por una calle desierta. Recuerdo que su interpelador canto se
desprendía de una ventana abierta, de quien sabe qué insomne soñador, y
experimenté entonces una completa captura. Me quedé escuchando la canción al
borde de la ventana, decidido a encontrar el nombre del que hacía esas
canciones, decidido a darle un sentido a mis errantes años de adolescente. Estoy
convencido de que aquel encuentro, azaroso, modificó el curso de mi vida. Sé que
algo así también experimentaron, que algo así recordaron, todos aquellos que
aquella noche entonaron su secreta plegaria al trovador.
Comúnmente se suele clasificar la música de Silvio como
“música protesta”, como “música social y progresista” y, las más de las veces,
como “revolucionaria”. Pues bien, pienso yo, que todo ese decir es correcto,
pero es más que eso, mucho más. Hay canciones que desafían cualquier
clasificación, hay canciones que destrozan toda clasificación, que se encumbran
hacia una montaña inexistente y de oro, que enuncian preguntas para cuya
respuesta habrá que trajinar largos años de vida. Hay canciones que solamente
ahora puedo comprender, hay canciones que solamente ahora puedo hacer mías. Hay
canciones que envejecen como el vino, que sólo ahora, cuando el tiempo me habla
desde un impiadoso espejo, puedo entonar con un leve matiz de júbilo. Hay
canciones que yo le cantaría a la vida en retroceso, que le cantaría a la mujer
que tanto amé, que solamente ahora podría cantarle, ahora que comprendo el
ascenso y el declive, hay piezas que piden ser cantadas como si yo estuviese
“Con diez años de menos”.
Cuantiosas veces le preguntaron a Silvio por la razón de
sus canciones, por el “tema” que le inspiraban. ¡Como si el arte tuviera un
tema! ¡Cómo si la vida no tuviese un “tema” para ser cantado! En sus malos
momentos, en sus momentos de artista importunado por preguntas fáciles, Silvio
guardó un silencio hostil y reticente; en los buenos, se mandó una preciosa
perorata (como en una hermosa entrevista que yo guardo celosamente), y en los
que se declaraba artista/lector marxista de la historia, y decía: “Yo canto por
goce y por conciencia. Pero yo soy un hombre con su visión del mundo, un hombre
que ha tomado partido. De lo que resulta que estoy invitando a todos a sumarse a
mi bando, que es el bando de la Revolución y la Belleza”. No se puede negar la
estrecha copertenencia del arte con el tiempo histórico (al respecto Silvio
jamás negó la influencia artística que sobre sí tuvieron Sindo Garay y Chico
Buarque, The Beatles y Bob Dylan, e incluso Beethoven). Pero lo que resulta es
que, armando canciones con ese material heredado, con esa arcilla que edificaron
su cuerpo-polvo, él levanta unos versos que se corresponden con el elan
colectivo que reclamaba el tiempo preciso, en el lugar preciso (la sagrada
confluencia de tantos músicos humillados por las dictaduras latinoamericanas,
Violeta Parra o Víctor Jara por ejemplo). Existen múltiples canciones en las
cuales Silvio, desde muy chiquito, ya adivina las voces que le habrán de
increpar: el Playa girón, La era está pariendo un corazón, Fusil contra fusil,
Ojalá…
Pero hay una, que particularmente me colma de regocijos,
que me llena de un impulso vibrante por arrojarlo todo hacia una ventana, para
escuchar el crujido de que todo vuelve a comenzar, cuando esas voces-vidrio de
Silvio se dirigen hacia ese Principito de Antoine Saint-Exupery, con la canción
de “Canción del Elegido”: “el descubrió que las minas del Rey Salomón se
hallaban en el cielo, y no en el África ardiente como pensaba la gente…”. No hay
que olvidar que Silvio, desde adolescente, fue un gran lector de la literatura
fantástica, que una de sus venas fue la tierra medieval, de ese tiempo en que se
acunaron los trovadores. No hay que olvidar que Silvio es un trovador. Y que uno
de sus mayores logros, y mayores placeres (o el placer en que un artista logra
al casar sus sueños de niño con las tareas del presente), es verse como un
trovador del futuro. La pieza “Sueño con serpientes”, que tocó en Santa Cruz en
una versión increíble gracias a esa maravillosa flautista cuyo nombre jamás
conoceremos, es precisamente la epopeya de Virgilio internándose en el infierno
de la serpiente, en ese intestino deglutidor (en otras palabras, el sistema),
que se come todo lo que vive, pero del cual solo nos salva la palabra, o Silvio,
o el cantante cuando “le plantea con un verso una verdad”.
Esa noche, aquella noche de versos y serpientes, aquella
noche de trova, de denuedo y de ternura, aquella noche en que viajé, y que me
encontré con el hombre, en que me recordé un chico jurando ante una ventana, me
devolvió a un hombre viejo, a un tipo que entró con un bastón, pero dispuesto a
enseñarme que un viejo sabe mucho más de la música, a aun tipo que seguía
enseñándome sobre el amor…
JEAC.
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