Una vez, al despertarme en la naturaleza temprano por la mañana, noté algo sorprendente.
En una botella de cinco litros de agua que había dejado abierta desde la noche anterior, habían caído varias decenas de hormigas. Se agitaban caóticamente en el agua transparente, como si cada una luchara por su vida.
Al principio, me pareció que se estaban ahogando unas a otras, salvándose a costa de la muerte ajena.
Este pensamiento me provocó repulsión, y me di la vuelta, decidiendo no intervenir.
Sin embargo, después de dos horas, la curiosidad pudo más, y volví a mirar en la botella.
Mi asombro no tuvo límites: ¡las hormigas estaban vivas! Además, habían formado una verdadera isla viviente, una pirámide, en la que unas se sostenían sobre otras, manteniéndose a flote como toda una colonia.
Contuve el aliento y comencé a observar. Aquellas que estaban abajo realmente se sumergían en el agua, pero no para siempre. Al cabo de un tiempo, eran reemplazadas por hormigas de la capa superior, que bajaban voluntariamente. Las que estaban cansadas subían arriba, sin prisa, sin empujar a las demás.
Nadie intentaba salvarse primero. Al contrario, cada una se esforzaba por ir donde estaba más difícil. Este sistema coordinado de ayuda mutua me conmovió hasta lo más profundo.
No pude resistir. Encontré una cuchara que pasaba fácilmente por el cuello de la botella y la introduje con cuidado. Al ver la salvación, las hormigas comenzaron a salir una por una, sin generar ni una gota de pánico.
Todo iba bien, hasta que una de ellas, debilitada, resbaló de nuevo al agua, sin alcanzar el borde.
Y entonces ocurrió algo que recordaré toda mi vida.
La última hormiga, ya casi fuera, de repente volvió atrás. Bajó, como diciendo: «¡Aguanta, hermano, no te dejaré!»
Se sumergió en el agua, se aferró firmemente al que se estaba ahogando, pero no podía sacarlo por sí sola. No pude resistir, acerqué la cuchara, y entonces ambos salieron, vivos, juntos.
Este episodio me conmovió más que cualquier película o libro sobre amistad y sacrificio. Sentí una tormenta de emociones: primero, condena, por haber tomado a las hormigas por seres insensibles; luego, asombro por su resistencia; admiración por su disciplina y valiente sacrificio… Y al final, vergüenza.
Vergüenza por los humanos. Por nosotros. Por la indiferencia, por cómo nos perdemos unos a otros en pos de beneficios, por lo raro que es que alguien vuelva para salvar al débil. Construimos muros, en lugar de crear puentes vivos.
Si las hormigas, pequeñas criaturas, son capaces de tal coordinación y abnegación, ¿por qué nosotros, los humanos, tan a menudo somos sordos al sufrimiento ajeno?
Ese día comprendí una cosa: la verdadera fuerza está en la unidad. Y si alguien aún no sabe cómo vivir correctamente, que aprenda de las hormigas.
Autor desconocido
Publicado por JEAC
No hay comentarios:
Publicar un comentario