En 1945, mientras este día nacía, murió Hiroshima. En el
estreno mundial de la bomba atómica, la ciudad y su gente se hicieron carbón en
un instante.
Los pocos sobrevivientes deambulaban, mutilados, sonámbulos, entre las ruinas humeantes. Iban desnudos, y en sus cuerpos las quemaduras habían estampado las ropas que vestían cuando la explosión. En los restos de las paredes, el fogonazo de la bomba atómica había dejado impresas las sombras de lo que hubo: una mujer con los brazos alzados, un hombre, un caballo atado...
Tres días después, el presidente Harry Traman habló por radio.
Dijo: —Agradecemos a Dios que haya puesto la bomba en nuestras manos, y no en manos de nuestros enemigos; y le rogamos que nos guíe en su uso de acuerdo con sus caminos y sus propósitos.
Los pocos sobrevivientes deambulaban, mutilados, sonámbulos, entre las ruinas humeantes. Iban desnudos, y en sus cuerpos las quemaduras habían estampado las ropas que vestían cuando la explosión. En los restos de las paredes, el fogonazo de la bomba atómica había dejado impresas las sombras de lo que hubo: una mujer con los brazos alzados, un hombre, un caballo atado...
Tres días después, el presidente Harry Traman habló por radio.
Dijo: —Agradecemos a Dios que haya puesto la bomba en nuestras manos, y no en manos de nuestros enemigos; y le rogamos que nos guíe en su uso de acuerdo con sus caminos y sus propósitos.
Tomado del libro “Los Hijos de los días de Eduardo
Galeano.
Publicado por JEAC.
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