sábado, 11 de abril de 2009

Y...murió por nosotros...



Encontré esta hermosa narración sobre la muerte de Jesús, en un antiguo libro “El Mártir del Gólgota” de Enrique Pérez Escrich y aquí lo transcribo porque me pareció una narración hermosa y fascinante:



Prolongados y lejanos truenos se sucedían con rápidez, y el rayo cruzaba en todas las direcciones el firmamento. El temor, el asombro, la admiración, comenzaron a cundir entre los espectadores. Longinos, que se hallaba próximo a la cruz, apenas podía sujetar su caballo, que espantado y receloso, pugnaba por despedir de la silla a su jinete. Jesús tornó a decir con moribundo acento:
-Todo está consumado.
Los truenos se redoblaban, la obscuridad se extendía por el espacio, la pavorosa luz del rayo se dilataba por el éter. Por fin sonó en la eterna mansión del Ser Supremo la hora en que el Hombre-Dios debía morir por la raza humana. El cordero sin mancha iba a morir y lanzando un gemido, enmudeció a la naturaleza. Sus labios se abrieron por la postrera vez, y estas palabras, pronunciadas en voz baja, pero que llegaron hasta los oídos de los enfermos que se hallaban en Jerusalén, se escaparon de su boca:
-Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Jesús inclinó la fatigada cabeza y exhalando un suspiro amoroso, lanzó el último aliento. (Según algunos historiadores demuestran, Jesucristo murió el 25 de Marzo, a los treinta y tres años y tres meses de edad, y como dice San Ireneo, “precisamente el mismo día en que el hombre fue creado”).
En aquél momento el fragoso trueno mugía en mil partes a la vez; el valle de Josafat se iluminó con la azulada luz del rayo; los sepulcros de los Profetas se rompieron en pedazos; las tumbas se abrieron, el templo de Sión se inclinó, como para saludar el último suspiro del Redentor y el velo del Santo de los Santos se desplomó con espantoso estruendo. (Este sacudimiento de la naturaleza, o terremotose sintió fuera de Judea y en su consecuencia se arruinaron muchas casas de Nicea de Bithinia):
Los soldados que rodeaban al Mártir retrocedieron, proclamando su divinidad. Las mujeres y los ancianos alzaron sus manos al cielo, aterrados ante el universal estruendo que les anunciaba con la poderosa voz de la naturaleza que acababan de presenciar un deicidio. Una imponente obscuridad reina por todas partes. Hombres y mujeres huyendo aterrados gritaban: “¡Era el Mesías! ¡Era el Cristo! ¿Que hemos hecho? ¡Ay de los hijos de Israel!.

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