domingo, 1 de noviembre de 2009

Día de los Difuntos


Mis mejores recuerdos del día de los difuntos, que en décadas anteriores se conocía simplemente como la “Fiesta de Todos Santos” se remontan a la época en que yo vivía en el conventillo de la calle Chuquisaca.
Todos los pequeños que habitábamos aquél conventillo, esperábamos afanosamente la llegada de aquél día, pues ya conocíamos el festín de “masitas” que nos daríamos. El 1 de Noviembre a horas doce todas las familias del conventillo, sin excepción, preparaban sus “mesas” para recibir a sus difuntos, que llegarían puntualmente a la hora indicada de ese día, para marcharse a la misma hora del día siguiente. La costumbre de armar las mesas para los difuntos estaba tan arraigada que ricos y pobres lo hacían lo mejor que podían y era lindo ver el esfuerzo que todos desplegaban para que su mesa fuera la mejor. A partir más o menos de la una de la tarde, nos juntábamos entre amigos más o menos de la misma edad (de 6 a 10 años) y bien equipados con nuestros respectivos saquillos nos dirigíamos a todas y cada una de las puertas de las familias del conventillo. En todas, sin excepción, los niños eran muy bien recibidos, ya que se tenía la creencia, de que las oraciones de los niños eran las más efectivas para llegar al cielo dada la condición de pureza de los infantes. Recuerdo que rezábamos tres Padre Nuestros, tres Ave Marías, y tres Credos para luego de ello, repetir varias veces que esas oraciones eran por el alma del difunto que nos habían indicado antes de empezar. Claro que habían familias que tenían varios difuntos para rezarles, pero no nos hacíamos problema y orábamos para todos ellos.

La recompensa siempre era generosa especialmente en cuanto se refiere a galletas y panes; las mesas contenían entre otras cosas: galletas, maicillos, bizcochuelos, empanadas, suspiros, yemitas, panes de todo tipo, tantawawas, escaleras, caña de azúcar, chicha morada, y dependiendo del difunto: coca, cigarros, cerveza, un vaso de agua, y un plato de la comida preferida del muerto. Todo esto acompañado por hermosos arreglos de las flores preferidas, sin que falte la retama que era para ahuyentar a los espíritus enemigos. La caña de azúcar dicen que servía como bastón para la larga travesía que esperaba a los difuntos a la hora de marcharse y la coca con su chicha morada los elementos que les servirían contra el cansancio de tan largo viaje.

Para las siete de la noche ya habíamos concluido nuestra ronda por el conventillo y nos dedicábamos al conteo del “botín” que evidentemente era suficiente para varios días de alimentación. Recuerdo que en algunos casos era campeón quién más “tantawawas” hubiese recogido y era el “rezador” más respetado de ese año.Los más ambiciosos se atrevían todavía a salir a las casas aledañas para recaudar más y siempre eran bien recibidos en todo lugar.

No sé en que momento empezó a cambiar la tradición o a disolverse lentamente dejando actualmente solo a las clases media y baja con esas costumbres. Lo cierto es que para mis vivencias de niñez, fue algo realmente bello e inigualable.

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