sábado, 26 de marzo de 2011

Argentino Luna

Hace unos días atrás, el 19 de Marzo para ser exactos, fallecía el conocido compositor y cantante Argentino Rodolfo Giménez, más conocido como Argentino Luna. Tengo una colección de sus discos y tiene hermosos temas que iré presentando más adelante. Hoy quiero recordarlo y rendirle un homenaje, para ello nada mejor que el artículo escrito por Alejandro Tarruella de la agencia noticiosa Telam y que dice así:

“Era un hombre de ojos achinados, Rodolfo Giménez era su nombre y alguien le propuso cambiarlo porque Rodolfo Polo Giménez era el autor de “Paisaje de Catamarca” y “Viejo Corazón”.

Los nombres no eran cosas que el viento lleva impunemente; su madre, era Esperanza, peona como Lino, su padre. Así se hizo Argentino Luna.
Era un decidor con dotes de actor en el escenario.
Cantó triunfos, huellas, zambas y fue conocido en todo el país por recitar “El Malevo”, del oriental Osiris Rodríguez Castillo (autor de “Cielito de los tupamaros”).
Un día de 1968 fue a la Emi Odeón y presentó su “Zamba para decir adiós” y Hernán Figueroa Reyes se la pidió para cantarla.
Su nombre ganó popularidad por las radios, y él la grabó al mismo tiempo que lo hicieron Jorge Cafrune y Los Chalchaleros.
Su destino se hizo popular y en las guitarreadas de fines de los años sesenta, Argentino Luna se volvió uno de los nuestros.
Era tan popular que en una reunión masiva en Atlanta, Firmenich dijo: “todos son buenos amigos pero el poncho no aparece”, en alusión a su tema “Pero el poncho no aparece” que sonaba en el ’73.
El Negro Luna llevaba una guitarra mal encordada y una envidiable capacidad de hacer canciones.
Lo conocí en la Odeón de los estudios grandes de la calle Mendoza, donde los productores Esteban Toselli y Hugo Casas hacían unos de los repertorios populares únicos en la historia de esos años.
Era un tipo chispeante, de palabra fácil y sonrisa ancha, que sabía improvisar por décimas y crear con sencillez.
Lo acompañé a presentar su larga duración, los viejos discos de vinilo a General Madariaga, su pueblo.
Llegué una madrugada de lluvia con mi hijo Ramón de cinco años y nos resguardamos en un boliche donde cantaba bossa novas y milongas, el notable guitarrista y cantor oriental Carlos López Terra.
Al presentar su disco, Luna tenía un vaso de aparente vino y la gente le hacía alusiones a las uvas que el viento lleva. “Tengo un recuerdo de antiguos vinos que vagan por mi paladar”, les dijo Luna.
En realidad, hacía años que no bebía pero no podía decirlo, había un código común de comuniones de pueblo que lo impedían.
De ser un trabajador del campo había agarrado la guitarra como quien toma una pala y le da duro para atravesar la tierra.
Sin embargo, muchacho de poca escuela y mucho trabajo, leía a Almafuerte, a Neruda, a Guillén, a García Lorca y estudiaba paciente a Yupanqui y a Ramón J. Castilla, e iba adquiriendo los dones de un oficio de tierras y caminos.
Julio Marbiz se había impresionado con su “Zamba para decir adiós” y lo difundía.
“Tirado panza arriba, acariciando la pampa con mis manos niñas y bajo la celeste techumbre del cielo, me gastaba los días mirando el vuelo de los pájaros y escuchando el profundo silencio de la campiña bonaerense”, podía decir de golpe, sin reparos, para definir el paso de sus días.
Tuvo la costumbre de arrimarse a los pueblos y cantar como un hombre solo, solidario y ameno; él y su guitarra.
Se organizaba los programas y si en un pueblo lo contrataban, paciente, se arrimaba a otros de las cercanías y cantaba.
Y era solidario. En los años 80, una tarde me pidió que lo acompañara a Concordia porque tenía un compromiso con una escuela rural que cumplía 25 años.
Llegamos a casa de don Florencio López, verseador del pueblo que conocía la selva de Montiel donde se refugió Yupanqui en 1933, y mateamos hasta la madrugada.
En la escuela, Argentino Luna era el artista que cerraba el festejo. Los niños, las maestras, los padres, iban de punta en blanco.
De pronto, se me acercó Luna y me dijo: “mirá el guardapolvos del director, está todo zurcido a mano”.
Divisé el traje de lujo de aquel hombre y observé por sus ojos, que el blanco almidonado y fulgurante tenía varias heridas cocidas por manos anónimas y sentí que la dignidad siempre tiene círculos trazados a tiza sobre las herrumbres del camino.
“Con la siesta en los hombros de su cansancio/ va mi padre en el surco tras el arado,/ va pisando terrones, mascando un sueño”, cantó.
Recogía un tiempo que hacía presente en su canto compartido.
Y cantaba asuntos del pueblo sencillo, lo que tal vez explique que era difícil verlo en otros escenarios que no fueran la madera sencilla de las personas de trabajo a las que llegaba como una palabra esperada. Improvisaba como un payador o sacaba una copla del bolsillo de las viejas carencias.
Se sentía hombre de provincias y amaba Buenos Aires como en su canción “La voz del interior” o llamaba a la negritud con polenta y tumba en tierna surería de ánimas.
Cuando presentó “Mire que lindo mi país, paisano”, en los ochenta la repercusión no se hizo esperar.
¿Sabés como nació esa canción?
Venía una noche del sur en avión y en Neuquén bajo un cielo estrellado, vi ventear el gas allá abajo, tirarlo.
Me agarró bronca y pensé en el país, en los trabajadores que hacían su esfuerzo para que otros tiraran el gas”, seguía contando en una narración sin silencios.
Fue un éxito perdurable que cantaría también en España, en Japón y los Estados Unidos, en escenarios que destacaban la canción y la copla.
Además, fue escuchado porque hoy ese gas se usa para producción industrial y en la red domiciliaria.
Lo vi en Quilmes muchas veces, en Cosquín, yendo en auto hasta Santa Victoria Oeste, Chaco salteño para actuar a beneficio en los encuentros que hace el Chaqueño Palavecino en apoyo a las escuelas de Rancho Ñato y otras localidades.
Cantaba entre nubes de polvo mientras el pueblo asistía tal vez al único hecho artístico del año, hambriento de canciones.
Me encontré con él en la Salada, en recitales para los que trabajan y siempre era el Negro Luna, decidor, que cantaba entonces contra las lacras de los noventa.
Por ahí se escuchaba su testamento “No dejo mucho, lo siento, porque mucho no guardé”.
“Les dejo un sueño olvidado que nunca pude cumplir versos que no he de escribir” y “alguna frase inconclusa que nunca pude decir”.
Hugo Casas percibió su paso en el reciente Cosquín: “tengo dolores, padeceres, no estoy bien, me parece que me llama el trigo”, le dijo como si recordase a Miguel Hernández que pedía “despedidme del sol y de los trigos” porque en la canción popular unos y otros se hermanan en palabras que se urden amasando tierras comunes”.

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